Sandra Lorenzano
2 de marzo de 2007
http://www.eluniversal.com.mx/editoriales/36917.html
No hay duda de que la lucha contra la delincuencia debe ser una prioridad del gobierno de la ciudad. En eso estamos todos de acuerdo. Pero valdría la pena preguntarse si el camino elegido por Marcelo Ebrard y su equipo -o por lo menos lo que hemos podido ver en Tepito en los últimos días- es el resultado de una política clara de seguridad, si se trata realmente de las primeras manifestaciones de un proyecto político elaborado a conciencia por el nuevo gobierno, o si son golpes espectaculares que apelan más al efecto mediático que a la resolución del problema.
A quiénes se dirige el mensaje que transmiten las expropiaciones realizadas la semana pasada. ¿Está Ebrard midiendo fuerzas con Felipe Calderón y su despliegue militar? ¿Son los narcotraficantes los receptores? Los niveles en que pueden leerse los operativos son múltiples. ¿Dónde quedan, en este "diálogo" quienes viven en la ciudad de México? ¿Cuál es el mensaje para ellos? ¿Seguridad o mano dura? ¿Políticas participativas o excluyentes? ¿Ciudadanos o simples habitantes?
"Los ciudadanos viven entre rejas mientras los delincuentes andan sueltos" es el dicho que circula entre los habitantes de San José de Costa Rica. Y esta frase, que alude a las cada vez más rígidas formas de "protección" de las clases media y alta, puede aplicarse a todas las megaciudades de América Latina, incluido, por supuesto, nuestro Distrito Federal.
Si pensamos que del total de la población en condiciones de pobreza, casi 70% vive en ciudades, estamos hablando de alrededor de 150 millones de pobres en los conglomerados urbanos latinoamericanos. La desigual distribución del ingreso es así la característica dominante en estas ciudades que crecieron sin ningún control ni planificación, con la consecuente segregación, el aumento de los cinturones de miseria, la falta de servicios, la contaminación, por nombrar sólo algunos de los jinetes del (pos) Apocalipsis, según la denominación de Carlos Monsiváis.
Este deterioro acelerado de las condiciones de vida -en especial de los sectores más pobres- ha funcionado como el caldo de cultivo ideal para la construcción (¿imposición?) de una política del miedo; la vida cotidiana se vuelve así una empresa de alto riesgo. ¿Quién no ha sido asaltado o secuestrado o amenazado o extorsionado? ¿Quién -si no ha sido él mismo objeto de violencia- no ha escuchado cientos y cientos de historias de la violencia en la ciudad? La realidad y las leyendas urbanas se suman para aumentar el miedo: "Todos podemos ser víctimas" o, por el otro lado, "todos somos sospechosos". El miedo es, sin duda, un dispositivo de control social. Los que pueden hacerlo, se "amurallan"; privatizan los espacios públicos, los encierran: barrios privados con escuelas, negocios, servicios de todo tipo; calles con barreras; condominios con seguridad privada; centros comerciales como espacio de encuentro juvenil, etcétera. Los más, los que viven fuera de las murallas son a la vez sospechosos y víctimas. El miedo al otro como motor de la historia; la destrucción de la esfera de lo público como signo de época; la exclusión como regla de convivencia.
Un tema clave es entonces, desde dónde construir ciudadanía en este escenario. Y me parece que es una cuestión que el gobierno de la ciudad tiene que asumir como un reto. Desde dónde y con qué herramientas recuperar proyectos compartidos, espacios comunes, que rompan la polarización urbana, la segregación. Cómo darle vida a un proyecto social democratizador.
En sociedades basadas en la desconfianza como es la nuestra, donde se han debilitado los espacios colectivos que daban seguridad (la escuela, el barrio, el partido.), el desafío implica imaginar nuevas formas de sociabilidad y diálogo que propicien la incorporación de los sectores históricamente marginados.
No es una perogrullada recordar que no hay democracia ni ciudadanía posibles sin respeto a los derechos humanos -derechos civiles, políticos, económicos, sociales y, por supuesto (aunque se olvidan con más frecuencia), derechos culturales-. Partimos de la base de que la cultura y el desarrollo social están unidos por múltiples y variados vínculos que los hacen inseparables, entendiendo en este sentido el desarrollo no sólo como el acceso a bienes y servicios, sino también y sobre todo -siguiendo a la UNESCO- como "la oportunidad de elegir un modo de vida colectivo que sea pleno, satisfactorio, valioso y valorado, en el que florezca la existencia humana en todas sus formas y su integridad".
Las políticas culturales deberían propiciar la recuperación del espacio público, con todo lo que esto significa en términos políticos y simbólicos, convocando a los diversos actores sociales -desde los empresarios hasta los grafiteros, pasando por los artistas y las agrupaciones de vecinos- a fin de ir construyendo la "ciudadanía cultural". Las intervenciones de diverso tipo que se hicieran tendrían, en este sentido, que partir de la "escucha" a la sociedad, de prestar oído a aquello que la gente viene haciendo para no terminar de perder su ciudad.
Hablamos, entonces, de políticas culturales atentas a lo que sucede en la calle, respetuosas de la pluralidad y la diversidad de todo tipo, que favorezcan la participación comunitaria. Políticas culturales que nos permitan imaginar la ciudad que queremos. Intervenir el espacio urbano es, desde esta perspectiva, mucho más que realizar espectaculares operativos.
Sin una agenda que vincule cultura, política y desarrollo en nuestros espacios urbanos seguiremos destruyendo el tejido social de nuestras ciudades; marginalizando, excluyendo, asustando, por muchos predios que se expropien o muchos "festejos populares" que se organicen. Valdría la pena recordar a nuestros dirigentes que sin políticas claras y comprometidas con los procesos de democratización y ciudadanización, sus acciones tienden una vez más al fracaso, y los habitantes de la ciudad de México seguiremos levantando rejas.
Vicerectora de Investigación y Posgrado de la Universidad del Claustro de Sor Juana
A quiénes se dirige el mensaje que transmiten las expropiaciones realizadas la semana pasada. ¿Está Ebrard midiendo fuerzas con Felipe Calderón y su despliegue militar? ¿Son los narcotraficantes los receptores? Los niveles en que pueden leerse los operativos son múltiples. ¿Dónde quedan, en este "diálogo" quienes viven en la ciudad de México? ¿Cuál es el mensaje para ellos? ¿Seguridad o mano dura? ¿Políticas participativas o excluyentes? ¿Ciudadanos o simples habitantes?
"Los ciudadanos viven entre rejas mientras los delincuentes andan sueltos" es el dicho que circula entre los habitantes de San José de Costa Rica. Y esta frase, que alude a las cada vez más rígidas formas de "protección" de las clases media y alta, puede aplicarse a todas las megaciudades de América Latina, incluido, por supuesto, nuestro Distrito Federal.
Si pensamos que del total de la población en condiciones de pobreza, casi 70% vive en ciudades, estamos hablando de alrededor de 150 millones de pobres en los conglomerados urbanos latinoamericanos. La desigual distribución del ingreso es así la característica dominante en estas ciudades que crecieron sin ningún control ni planificación, con la consecuente segregación, el aumento de los cinturones de miseria, la falta de servicios, la contaminación, por nombrar sólo algunos de los jinetes del (pos) Apocalipsis, según la denominación de Carlos Monsiváis.
Este deterioro acelerado de las condiciones de vida -en especial de los sectores más pobres- ha funcionado como el caldo de cultivo ideal para la construcción (¿imposición?) de una política del miedo; la vida cotidiana se vuelve así una empresa de alto riesgo. ¿Quién no ha sido asaltado o secuestrado o amenazado o extorsionado? ¿Quién -si no ha sido él mismo objeto de violencia- no ha escuchado cientos y cientos de historias de la violencia en la ciudad? La realidad y las leyendas urbanas se suman para aumentar el miedo: "Todos podemos ser víctimas" o, por el otro lado, "todos somos sospechosos". El miedo es, sin duda, un dispositivo de control social. Los que pueden hacerlo, se "amurallan"; privatizan los espacios públicos, los encierran: barrios privados con escuelas, negocios, servicios de todo tipo; calles con barreras; condominios con seguridad privada; centros comerciales como espacio de encuentro juvenil, etcétera. Los más, los que viven fuera de las murallas son a la vez sospechosos y víctimas. El miedo al otro como motor de la historia; la destrucción de la esfera de lo público como signo de época; la exclusión como regla de convivencia.
Un tema clave es entonces, desde dónde construir ciudadanía en este escenario. Y me parece que es una cuestión que el gobierno de la ciudad tiene que asumir como un reto. Desde dónde y con qué herramientas recuperar proyectos compartidos, espacios comunes, que rompan la polarización urbana, la segregación. Cómo darle vida a un proyecto social democratizador.
En sociedades basadas en la desconfianza como es la nuestra, donde se han debilitado los espacios colectivos que daban seguridad (la escuela, el barrio, el partido.), el desafío implica imaginar nuevas formas de sociabilidad y diálogo que propicien la incorporación de los sectores históricamente marginados.
No es una perogrullada recordar que no hay democracia ni ciudadanía posibles sin respeto a los derechos humanos -derechos civiles, políticos, económicos, sociales y, por supuesto (aunque se olvidan con más frecuencia), derechos culturales-. Partimos de la base de que la cultura y el desarrollo social están unidos por múltiples y variados vínculos que los hacen inseparables, entendiendo en este sentido el desarrollo no sólo como el acceso a bienes y servicios, sino también y sobre todo -siguiendo a la UNESCO- como "la oportunidad de elegir un modo de vida colectivo que sea pleno, satisfactorio, valioso y valorado, en el que florezca la existencia humana en todas sus formas y su integridad".
Las políticas culturales deberían propiciar la recuperación del espacio público, con todo lo que esto significa en términos políticos y simbólicos, convocando a los diversos actores sociales -desde los empresarios hasta los grafiteros, pasando por los artistas y las agrupaciones de vecinos- a fin de ir construyendo la "ciudadanía cultural". Las intervenciones de diverso tipo que se hicieran tendrían, en este sentido, que partir de la "escucha" a la sociedad, de prestar oído a aquello que la gente viene haciendo para no terminar de perder su ciudad.
Hablamos, entonces, de políticas culturales atentas a lo que sucede en la calle, respetuosas de la pluralidad y la diversidad de todo tipo, que favorezcan la participación comunitaria. Políticas culturales que nos permitan imaginar la ciudad que queremos. Intervenir el espacio urbano es, desde esta perspectiva, mucho más que realizar espectaculares operativos.
Sin una agenda que vincule cultura, política y desarrollo en nuestros espacios urbanos seguiremos destruyendo el tejido social de nuestras ciudades; marginalizando, excluyendo, asustando, por muchos predios que se expropien o muchos "festejos populares" que se organicen. Valdría la pena recordar a nuestros dirigentes que sin políticas claras y comprometidas con los procesos de democratización y ciudadanización, sus acciones tienden una vez más al fracaso, y los habitantes de la ciudad de México seguiremos levantando rejas.
Vicerectora de Investigación y Posgrado de la Universidad del Claustro de Sor Juana
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